Hallazgo arqueológico: La cueva de las calaveras

Hallazgo arqueológico: La cueva de las calaveras
Néstor Jiménez / El Tiempo de Monclova

Contribuir a la historia de Coahuila con este descubrimiento tras encontrar un cementerio nativo en medio de la nada... es sumamente emocionante.

Finalmente, ante mí quedaba al descubierto los secretos del desierto, aquellos enigmas que por siglos yacían encriptados en un extraño y rupestre mapa contenido en una de las enormes rocas del ciclópeo valle al pie del cerro de San José de las Piedras.

El calor era sofocante debido al inclemente sol que golpeaba las áridas tierras del ejido San Miguel: Fueron horas tratando de descifrar aquella cartografía hecha por los primeros pobladores de Coahuila y la única sombra era la misma que proyectaban las colosales rocas.

Detrás de toda leyenda siempre existe algo de verdad y eso, aunado al olfato periodístico, me motivó a emprender una de las aventuras más emocionantes que he tenido, ya que se avecinaba un gran descubrimiento que arrojaría más luz acerca de los primeros asentamientos humanos en el norte de México. 
Y es que nunca me imaginé ser parte de una fabulosa historia enclavada en el calcinante Bolsón de Mapimí, aquella que valió la pena, el riesgo y los peligros, pues logré estar dentro de ¡La cueva de las calaveras!

¡Cerca de la línea fantasma! El municipio de Ocampo, es el más grande del Estado de Coahuila, recorrerlo implica una odisea, simplemente en el sitio donde me hallaba está la maravillosa Casa en la Piedra, ubicada a menos de 40 kilómetros del Río Bravo. Desde Monclova son cerca de 400 kilómetros y ya es de escoger: Adentrarse a la carretera rumbo a Ojinaga, pasar por la Cuesta de Malena, acceso a la Reserva Protegida de Flora y Fauna de Maderas del Carmen, o atravesar la inclemente brecha que sale de Ocampo, más comúnmente “el bordo” y de ahí a la nada en medio de paisajes y entradas a las comunidades perdidas en el horizonte. Pues bien, esta última fue la que escogí junto a mi amigo senderista Jorge Zamora Zavala; teníamos nuestra misión bien definida desde que salimos de la Región Centro y pasamos por el tercer aventurero: El doctor Américo de la Cruz, director del Museo Cultural de Nadadores. Algunas nubes escuetas dejaban caer una leve brisilla que solo esperanzaban a los arbustos que luchan en esa tierra inclemente mientras devorábamos cada kilómetro de una recta que parecía interminable.

El misterioso mapa. Nos esperaba mi gran amigo, Alexis Hernández, juntos nos dirigimos al pie del cerro al este del poblado y tras obtener permiso, iniciamos la primera etapa que era ubicar lo que aquel mapa nos trataba de decir. Eso sí, estábamos alertas en cada paso por el riesgo de víboras de cascabel, cuya mordedura podría ser fatal de no atenderse a tiempo, y tomando en cuenta que de ambos lados estábamos a casi 300 kilómetros tanto de Múzquiz como de Ocampo.

En pocos minutos llegamos ante la majestuosa piedra que mostraba una enigmática pintura rupestre que sobresalía de las otras que hay en el lugar: Mostraba unas líneas coloradas que asemejaban montañas y una serie de figuras extrañas donde destacaba una especie de remolino.

No había vuelta de hoja: Correspondía a las laberínticas e imponentes montañas del cerro conocido como La Vasca, pero… ¿Qué significaba aquello? Qué trataban de decir los Tobosos en esta pintura, ¿o quizá alguien de más atrás correspondiente al neolítico? Ese era el hilo de la madeja, era lo que se tenía que averiguar y juntos emprendimos el viaje a lo desconocido.

La gran búsqueda. Esta elevación orográfica de 1.384 metros de altura en su punto más alto y de difícil acceso se ubica a decenas de kilómetros de donde estábamos y la única manera era dirigirnos rumbo a Jaboncillos y entrar a una brecha que lleva a una gran planicie repleta de pequeñas dunas. Fue un gran rodeo. Teníamos que descubrir lo que en realidad escondía esta mole orográfica.

“Deberíamos buscar un hoyo o una cueva”, dijo Alexis, y basándose en la orientación que existía en la roca pintada por los naturales que vivieron hace cientos de años en el lugar, el espacio de aquel accidente geográfico se reducía. Nos separamos de dos en dos para abarcar más lugar e inspeccionar las empinadas vertientes con peligrosos cañones y soportar la carne desgarrada por los filosos gatuños. El sol seguía torturándonos a plenas tres de la tarde, ¿en sí que era lo que buscábamos? Ya estábamos a considerable altura, y los poblados cercanos dejaron de divisarse. ¡Imagínense a qué distancia estábamos y en medio de la nada!

Aparte de las sierpes, aquel confín coahuilense está lleno de osos negros, jabalí, puma y onza, cualquiera de estas bestias podía hacernos estragos fatales, afortunadamente no divisamos alguno, pues la mayoría de los plantígrados se reúnen en torno a la mina “La Encantada” pero sí vimos uno que otro venado que saltaba a lo lejos además de dos majestuosos bisontes.

Entonces, tras casi tres horas de búsqueda, la dupla que iba por la vertiente media gritó: “¡Aquí está! ¡Vengan!”, imagino que la emoción que sentimos fue similar a cuando algún explorador colonial descubría algo importante en el septentrión del virreinato de la Nueva España. 

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Una tenebrosa ‘garganta’. Cuando llegamos a donde estaba Alexis, frente a nuestros ojos en el suelo, había un tenebroso agujero abierto en la maciza piedra tosca del sitio. Definitivamente, era un hoyo natural que denotaba la entrada de una caverna.

No mereciéramos llamarnos aventureros, sino que fuéramos preparados para los escenarios más hostiles, así que echamos mano de nuestras lámparas y no se le veía el final a aquel abismo: La abertura era de poco menos de un metro de circunferencia irregular, pero al cabo de cuatro metros de profundidad ya no se divisaba nada.  

Había que bajar, ya estábamos ahí, no había vuelta atrás, estábamos ante el lugar que indicaba el mapa plasmado en aquel “pergamino” pétreo, no íbamos a desaprovechar la oportunidad de ver que encerraban las entrañas de esa sierra.

¿Qué si tuve miedo? …¡Claro que sí!: Al ver el boquete era una incertidumbre indescriptible, pero mi instinto periodístico y el alma aventurera me indicaban que ¡Para delante! No era la primera vez que nos enfrentábamos a lo desconocido, así que… ¡Pa dentro, chile mugriento! De inmediato utilizamos las cuerdas y tras fijarlas, el primero en bajar fue Zamora; tras sujetarme el arnés, el siguiente fue un servidor que documentaba paso a paso todo mediante gráficas y videos, poco a poco la luz iba quedando atrás. El tercero fue Alexis y los tres descendimos aproximadamente la distancia de 20 metros en una peligrosa caída libre.

Era un tiro natural cilíndrico que a lo largo de miles de años fue abierta por el agua al desgastar las piedras más blandas como las calizas.

Con las lámparas de nuestras cabezas, aquello se iluminaba de un raro azul, y de pronto, ya casi al final, se atravesaba una roca de forma curiosa y alargada que sobresalía de una de las paredes (Era como si una jirafa hubiera extendido su cuello) y nos sirvió para apoyar.  El resplandor del aro de luz de la entrada se veía a lo lejos, pero no nos ayudaba, ya que la luz que se perdía pronto.

Finalmente, había piso firme de una arenisca curiosa y nos dimos cuenta de que estábamos dentro de una especie de cámara o bóveda natural cuyo techo era de por lo menos tres metros de altura. Jamás divisamos murciélagos, ni siquiera rastros de su guano; tampoco había huellas de ser la guarida de otro animal, pues aquella caída vertical lo hacía imposible. Pero al inspeccionar cada rincón de aquella cámara subterránea, nos llevamos la sorpresa de nuestras vidas.  Nosotros no erramos…¡Los primeros pobladores dejaron en ese mapa para la posteridad las instrucciones para hallar a ese lugar!CONTINUARÁ...

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